La afirmación de que vivimos en una economía de la atención es una evidencia. En el mejor de los casos, nos recuerda que el sexo, el crimen y los vídeos de gatos que potencial las ventas, que el clickbaiting es la estrategia adecuada y que los expertos en redes sociales tienen una profesión honorable. Aunque la economía de la atención domina la vida cotidiana desde hace mucho tiempo, los orígenes y las consecuencias de este paradigma siguen sin estar claros. Como muchos desarrollos de la longue durée, la economía de la atención se ha apoderado de las mentes de la gente de forma tan sutil como vehemente. Como resultado, hasta el último paleto se da cuenta de que los clics y las cifras de audiencia determinan el éxito comercial de un producto, y que incluso los YouTubers pueden alcanzar el estatus de celebridad y los ingresos correspondientes.
La economía de la atención va así mucho más allá de lo que siempre ha parecido ser el propósito del capitalismo: a saber, la producción de bienes económicos escasos que son por definición intercambiables y comercializables. En el régimen de la economía de la atención, la expectación de lo único, la autenticidad, es el producto real - un producto que no es comercializable a voluntad, sino sólo de forma transferida. Se produce un desplazamiento al espacio psíquico: de la logística a la psicología, del objeto a la apercepción, de la economía de bienes al estilo de vida.
En jerga de sociólogo cool, se podría decir que, con la economía de la atención, el individuo ya no está simplemente condenado a vender su fuerza muscular, su carne sentada y su manteca cerebral, sino que debe verse a sí mismo como un producto que hay que optimizar, idealmente incluso transformar en una marca.
Por esta razón, cada individuo se ve obligado a percibirse a sí mismo como un cuerpo corporativo y a ponerse en primer plano. Por un lado, esto da lugar a la privatización completa de la esfera privada, mientras que, por otro, el resplandor del nuevo tipo de cuerpo social reside en el hecho de que oculta su carácter de producto y se vende como inmediatez: como vida verdadera, no adulterada y palpitante.
En vista de la artificialidad, uno podría inclinarse a considerar a los virtuosos de la autodramatización como descendientes legítimos del artista, ya que éste también estaba dispuesto a sacrificarlo todo por el arte. La única diferencia es que hoy se trata de arte sin arte, de celebridad sin arte. Ésa es la novedad. Comparada con la superficie de proyección pura de la It girl, que es capaz de venderlo todo, la virtuosa aparece como una especie de pony de un solo truco, un fósil incapaz de seguir el ritmo de las modas que cambian rápidamente. Uno no se produce a sí mismo produciendo algo; no, producirse a sí mismo significa consumir de forma memorable e imitable. En consecuencia, la realización de un acto de consumo (la comida que se come, el bolso que se lleva) basta para ganar atención y reputación. La etimología de consumere es reveladora. Porque deja claro que aquí funciona una especie de lógica de la destrucción, es decir, que lo que se produce es apto para el consumo.1 1En este sentido, la autoproducción -en el sentido de autenticidad comercializable- no tiene que ver con la supervivencia del genio romántico original, sino más bien con su final, el momento en el que el individuo se lanza a la sociedad (que ya no es una mera metáfora en el caso de las reacciones del público que cabe esperar: a 8'54'' usted parece un caballo).
De la abundancia
Si intentamos situar históricamente la economía de la atención, podemos ver su advenimiento en la observación del economista John Kenneth Galbraith, que vio invalidado el dogma secular de la escasez en economía en su libro de 1958 La sociedad opulenta. En efecto, mientras que los seminarios de prosa económica enseñan que la humanidad se enfrenta a un problema de oferta constante en la "fría estrella de la escasez" -por lo que la escasez debe entenderse como una constante natural-, Galbraith reflexiona por primera vez sobre el estado de saturación del mercado, y aún más: de abundancia. Y en las condiciones imperantes, esto significa que la escasez -y por tanto el valor de un bien- debe simularse.
Sin embargo, esta tarea ya no recae en el productor de mercancías, sino en el productor de imágenes: la publicidad. Esto desplaza el centro de la producción a la creación de paraísos artificiales, o más exactamente: a la producción ilusoria. Porque si no existiera la publicidad que cubre los objetos con el halo de la deseabilidad, no habrían surgido en absoluto las lagunas que los productos anunciados pretenden colmar. Las razones que llevaron a Galbraith a este balance se basan esencialmente en las ganancias de productividad de la época, así como en la constatación de que un nuevo tipo de contexto de transmisión conquista la mente de la gente con el mundo de la televisión. La evolución hacia el posmaterialismo (la revolución silenciosa, como la describió su teórico, Ronald Inglehart, en 1977) no es simplemente la expresión de un cambio de mentalidad, sino el reflejo de un cambio de paradigma en la propia industria. El motor de esta revolución es el mundo emergente de los microprocesadores, que está desmaterializando segmentos cada vez mayores de la realidad. Los ordenadores están reduciendo el mundo al tamaño de una uña, mientras que la red global está acelerando la logística de mercancías a la velocidad de la luz.
Desde la perspectiva de la historia económica, el lado perturbador de esta revolución se hace aún más evidente. Esto se debe a que el sistema editorial de principios de la era moderna estaba pensado principalmente para salvar grandes distancias y suministrar mercancías a partes distantes del mundo. Sin embargo, este reto logístico quedó obsoleto con el mundo en red, que permitió el acceso instantáneo al mercado global. Justo cuando la lógica digital conquista el ciclo económico, su fórmula básica se hace evidente: x=xn.2 Puede que esta apoteosis de la abundancia, que se remonta al fundador de la lógica binaria, George Boole, siga siendo en gran medida desconocida, pero no se pueden pasar por alto sus consecuencias para la industria musical, los editores de libros y, de hecho, todos los productores de símbolos. Frente a esta amenaza de proliferación, todo bien digitalizado debe perder su carácter de mercancía, hasta tal punto que casi se puede hablar de una "devaluación de los valores" en términos contables. Jeremy Rifkin abordó recientemente esta cuestión en su obra La sociedad de coste marginal cero (2014), y proporcionó una descripción precisa, aunque algo farragosa, del problema estructural frente a la fórmula.
El delirio de los signos
A finales de los años 60, este cambio de paradigma se refleja en el concepto de una sociedad "postmaterial", y económicamente adopta la forma de una revolución de los signos. Con el colapso del sistema de Bretton Woods, se derrumbó el orden monetario de posguerra que había vinculado el valor del dinero a la escasez natural de oro. Esto no sólo demuestra que la escasez natural de oro ya no es adecuada como métrica para el valor del dinero, sino que también deja claro que el soberano ya no tiene el control sobre el valor del dinero (como guardián de la "nada escasa"), sino que éste debe dejarse en manos de los mercados financieros globales anónimos y sin rostro, en otras palabras: la "red". Aunque esta conexión está muy clara en retrospectiva, no lo estaba en absoluto para los protagonistas del proceso. Con la era de la tipo de cambio flotante, que no por casualidad se solapa con La Época (es decir, la era Unix desde el 1 de enero de 1970), la economía entra en una nueva era. Si nos hemos acostumbrado a utilizar el término "globalización" para describir este nuevo mundo, cada vez está más claro que se trata del avance triunfal de la lógica de la digitalización.
Para sorpresa de todos, este sistema funcionó bastante bien, tan impecablemente en cualquier caso que la cesura histórica apenas ha dejado huella en la conciencia colectiva y la creencia en el dinero ha permanecido prácticamente intacta. Sin embargo, el cambio es fundamental. Desde un punto de vista estructural, el dinero (que antes, como expresión de la riqueza natural, se refería a algo material) se sustituye por un acto colectivo de percepción; a la inversa, la especulación se convierte en un acto de creación de valor. Mientras que la economía clásica veía la ilusión del dinero como una especie de distorsión de la percepción en tiempos de inflación, ahora nos damos cuenta de que el capitalismo se basa constitutivamente en un fantasma, a saber, un sistema de creencias monetarias. Esta toma de conciencia, a su vez, es la puerta de entrada a los diversos cataclismos que han golpeado la economía mundial a intervalos cada vez más cortos desde entonces: Burbujas especulativas en las que la confianza en los mercados financieros mundiales ha resultado desesperada. El capital, que se ha emancipado de la escasez natural, ha desatado una especie de delirio endógeno: el mundo de los derivados, los futuros y los swaps de incumplimiento crediticio, todos los cuales representan formas de capital ficticio (y han crecido de forma desorbitada en relación con el real).
De la fiebre del oro a las tumbas psíquicas
El enigma es el siguiente: ¿Cómo puede medirse de forma fiable el valor de un objeto estructuralmente superfluo? La respuesta que ofrece la economía de la atención es tan sencilla como sorprendente. Si el valor de un objeto ya no está limitado por una escasez natural, si el paradigma de la producción digital permite al mismo tiempo una reproducción ilimitada, lo único que queda es el tiempo limitado del propio consumidor. Es imposible ver dos películas o leer dos libros al mismo tiempo; en consecuencia, el consumidor se ve obligado a centrarse en el objeto de su deseo. Es irrelevante si el consumidor se dedica por completo a la obra, como en los tiempos de la contemplación consagrada, o si se concentra en el mayor número posible de objetos en el sentido del fast-forward zapping. Ya sea concentración o distracción, en última instancia el factor decisivo es si el objeto de su percepción se memoriza y conduce a un acto de venta.
En este sentido, la focalización de la atención es un marcador económico, comparable a la decisión de un especulador que prefiere una moneda a otra. Desde un punto de vista estructural, estamos ante un derivado de la escasez natural, sólo que ésta ya no está vinculada al regimiento de la naturaleza, sino a un modo de percepción codificado culturalmente. La escasez de tiempo ocupa el lugar del oro, el regimiento de la naturaleza es sustituido por el de la cultura. El triunfo de la economía de la atención va de la mano de la correspondiente tecnología de sensores: mientras que las primeras mediciones de los años sesenta y setenta se centraron en la atención de los telespectadores (con sólo 625 hogares conectados a los instrumentos correspondientes), el PC en red abre un mercado enorme. Al principio, simplemente se analizaba el comportamiento de compra del consumidor o sus expresiones de preferencia, pero ahora, por ejemplo a través del seguimiento por GPS, el consumidor se ha convertido en un "puntero de ratón ambulante", un señalizador cuyos gestos conscientes e inconscientes pueden registrarse. El término minería de datos es en realidad engañoso; sería más exacto hablar de minería del alma o psico-minería. Si en este contexto se ha establecido una especie de sospecha general con respecto a los operadores de los motores de búsqueda o de las redes sociales, no debemos olvidar que, con la economía de la atención, el poder del mercado se ha desplazado hacia el lado del consumidor.3 Son los consumidores quienes deciden en última instancia el valor de un bien.
Desde un punto de vista sistemático, la economía de la atención es una forma de psicología de masas aplicada, un sondeo colectivo que eclipsa cualquier cosa que un gobierno, por muy adicto que sea a la vigilancia, haya podido obtener en términos de información sobre sus súbditos. Mientras que los actos económicos solían ser pequeños picos, puntuaciones de una vida cotidiana por lo demás insondable, el individuo está ahora bajo observación constante en su recorrido de cliente: ya no hay indicio, ni tic que pase desapercibido. Los efectos de racionalización son enormes: allí donde un pequeño grupo marginal articula un deseo, éste se registra y se satisface en un breve espacio de tiempo; además, existen procesos de previsión que identifican con antelación cualquier cuello de botella y le ponen remedio. Si nos hemos acostumbrado a hablar de un mercado financiero global, también podríamos hablar de una atención global y del mercado asociado.
Miradas glotonas
Cuando, como en el caso de la Fuente de Marcel Duchamp, un urinario se ennoblece como obra de arte de un plumazo, el arte ya no consiste en la producción del objeto en cuestión, sino en su percepción. Dado que la atención del consumidor se considera ahora un capital, no es de extrañar que éste crea que puede pagar con sus datos el uso de una oferta (una idea que habría sido impensable, si no completamente grotesca, hace una generación). En este cambio -de la producción a la recepción- se pone precio al paradigma de lo superfluo, pero a la inversa se oculta el factor de producción (como fabricación, trabajo manual o intelectual). El readymade aparece como un producto natural, o más exactamente: como plástico, que sólo se eleva a la categoría de obra de arte a través de su percepción (el subrayado consciente). Sin embargo, atribuir aquí el triunfo del arte o del genio original romántico es juzgar mal el carácter de la metempsicosis social. Pues el gesto de apreciación de Duchamp muestra una notable afinidad con el pensamiento económico de John Maynard Keynes, que plasmó la firma del comportamiento económico en la lógica del concurso de belleza. El experimento mental de Keynes consiste en elegir entre una selección de fotos aquella que uno espera que sea elegida por la mayoría de los demás. El comportamiento económico (y en su moral) consiste en superar el gusto individual al tiempo que se adopta un punto de vista supraindividual. Mientras que Duchamp puede seguir buscando la salvación en el arte, Keynes predica el gusto de las masas, es decir, lo que constituye una cuota.
Si se entiende la estética del readymade de Duchamp como un esbozo de nuestra economía de la atención, se podría hablar de una forma de meta-trabajo, una abstracción que ya no tiene nada que ver con nuestro concepto clásico del trabajo. Mientras que el empuje y la diligencia se consideraban antaño virtudes primordiales a través de las cuales el individuo se objetivaba a sí mismo en la creación de su producto, la ética clásica del trabajo se ha evaporado en gran medida en la economía de la atención. Si la gente aún persevera en un trabajo concreto, es porque actúa como guardián de la máquina. La mayoría, sin embargo, puede disfrutar de una dulce alienación: al igual que la electricidad sale del enchufe, las cosas salen de la fábrica. Y allí donde el consumidor consciente del precio se convierte en el prototipo de la producción con valor añadido, la apercepción ocupa el lugar de la producción, la agonía de la elección sustituye al esfuerzo de tener que ganarse la vida con el sudor de la frente.
La condición de esta metamorfosis es que el trabajo clásico pasa a la memoria del trabajo, lo que significa que los bienes y mercancías proceden de un proceso de producción automatizado. Dado que, según Marx, sólo lo creado por los humanos cuenta como plusvalía social, la producción totalmente automatizada de mercancías sólo puede producir patrones sin valor: chatarra y exceso. Sólo la venta confiere al objeto su valor y lo eleva al rango de satisfacción capitalista; de lo contrario, se trata de lastre que sólo produce costes de almacenamiento. Bajo estos auspicios, se comprende la importancia de los halos de estilo de vida que rodean a los productos socialmente deseables. Desde hace mucho tiempo, ya no sirven únicamente para satisfacer una necesidad inferior; como productos de estilo de vida, portan un mensaje superior, su misión real es elevar la autoestima de su portador, darle un rasgo distintivo para afinar su perfil y su autorrealización.
De este modo, el objeto se transforma en fetiche y adquiere el estatus de sustituto de la identidad, con la salvedad de que, estructuralmente hablando, el portador siempre depende de las plumas de otras personas. El conflicto que surge aquí abre la puerta a un ámbito que sólo se describe de forma inadecuada con el registro de "problemas de lujo". Dado que la selección de un objeto físico es arbitraria (¿se lleva esta camiseta o aquella?), la decisión adquiere peso: puede ocurrir que el acto se descalifique de repente como una ofensa al zeitgeist, como un pecado estilístico.
Dado que el gusto es un tema muy discutible, la evacuación del proceso de producción recae de nuevo sobre el consumidor, que de repente se ve etiquetado como un consumista filisteo. Mientras que en el mundo de nuestros padres era cierto que la brecha que cerraban los productos se la hacían ellos mismos, hoy en día la disparidad ha adoptado formas grotescas: La gente compra ahora productos que no necesita y para los que no tiene dinero para no dejar una impresión duradera en la gente que no le gusta.
Economía del artículo de broma
Cuando la atención se convierte en moneda de cambio, se convierte necesariamente en una métrica de socialización. El ejemplo del concurso de belleza de Keynes es instructivo en la medida en que demuestra que el sentido personal y no conceptual de la belleza debe sacrificarse a la mirada socializada y económica. En este sentido, casi podría hablarse de un exorcismo de la esfera privada; al fin y al cabo, debe ser sometida a un escrutinio constante para comprobar su idoneidad para la sociedad. Esta es precisamente la lógica de las plataformas sociales, que, aunque dedicadas a la autopresentación, funcionan principalmente como medios de formateo social.
De hecho, el yo que se escenifica a sí mismo como una cara de pato enfurruñado en todas las situaciones de la vida (#presexo, #aftersexo, #loquevenga) es ante todo una simulación: un patrón social en el que se hacen oír a voz en grito reivindicaciones insostenibles desde hace mucho tiempo. El hecho de que la sospecha generalizada de genialidad se haya extendido tanto se debe a su vez a que las técnicas de escenificación se suministran gratuitamente y a que, por otro lado, los actos de autoescenificación gozan de la mayor aclamación social. Aquí nos encontramos con una función que la moneda de atención tiene en común con el orden monetario clásico, pero que a menudo se pasa por alto: el hecho de que toda moneda funciona siempre como aglutinante social. A través de la metrisación general, los participantes se sueldan en un cuerpo simbólico. Con cada like que recibe una afirmación, crece la autoconfianza del emisor y se crea una esfera de circulación que recompensa comportamientos similares. En un proceso de retroalimentación constante (yo te sigo si tú me sigues), el deseo colectivo toma forma: surge una forma de construcción comunitaria.
Este aspecto socialmente beneficioso de la economía de la atención también ayuda a explicar la rápida carrera que las cuotas han hecho en las emisoras públicas, sin que ninguna inevitabilidad económica o relacionada con los contenidos les obligara a ello.4 4 Cansados de la misión educativa, recurrieron a los índices de audiencia, en torno a los cuales empezó a girar todo el negocio de la radiodifusión.5 5 Dado que sólo lo que aporta índices de audiencia puede ser bueno, se sacrificaron todas las normas de calidad endógenas. Las consecuencias se pueden admirar a diario en los en los programas de televisión: un mantra constante, casi budista, cuyo único objetivo es no perder completamente la mirada del espectador adormilado (juegos, concursos o gabinetes de curiosidades): una regla de la arrièregarde que pone bajo sospecha general todo comportamiento que aún no haya sido formateado. Ante este empobrecimiento intelectual y esta espiral descendente, se plantea la cuestión de si la economía de la atención es adecuada para determinar la calidad de un bien.
Dado que esto toca una cuestión fundamental, sería aconsejable consultar a Sigmund Freud, menos en su calidad de psicólogo que como autor de la Economía del chiste ("El chiste y su relación con el inconsciente", 1915), que puede considerarse como un anteproyecto del modo de producción posmaterialista. De un modo sencillo, el chiste es la mercancía capitalista perfecta; una vez contado, se ha destruido a sí mismo. Curiosamente, la cadena de razonamiento de Freud se basa en una lógica de la economía. Al permitir que el oyente cree un túnel bajo una complicada arquitectura orientada hacia la inhibición y la sublimación, el chiste ahorra esfuerzo psicológico, la risa liberadora actúa como una forma de desinhibición. Visto así, la lógica del chiste, en el sentido de consumere, sigue una lógica de aniquilación, pero en todo caso de regresión. Al igual que el chiste, la economía de la atención también recompensa el ahorro y provoca una competición en un limbo en el que gana el que exige menos esfuerzo al oyente.
Si esta ganancia en comodidad significa que el consumidor utiliza productos cada vez más sofisticados y fáciles de usar, la cuestión de la producción, es decir, el esfuerzo que supone traer algo así al mundo, queda fuera de la ecuación. Sin embargo, a más tardar en este punto, se hace patente la fatal unilateralidad de la economía de la atención. Cuando la cuota se convierte en el cálculo predominante, esto es un indicio de que el proceso de producción - y por tanto: la naturaleza del mundo - se vuelve enigmático y misterioso.
Desde el gran desconocido
En lugar de enfrentarse a la profunda ruptura del dispositivo capitalista, la economía de la atención está alimentando un constante "¡lo mismo de siempre!" y la gente cree que puede conformarse con símbolos, actos de habla y técnicas de simulación. Si este tipo de ilusiones ya orquestó la dramaturgia de varias burbujas financieras, ahora los medios sociales están haciendo que el dolor fantasma sea socialmente aceptable como postura política. Por tanto, el auge del populismo no es una aberración, sino simplemente la consecuencia de una visión del mundo que utiliza los medios de comunicación social para oscurecer su visión del futuro. Visto así, Donald Trump, la autoproclamada máquina del rating, es un protagonista casi prototípico; para él, mirar la pantalla de televisión ha sustituido a la necesidad de ver las cosas por sí mismo. El mayor dilema de la economía de la atención reside en este sesgo regresivo. Dado que las cuotas sólo favorecen lo que está predeterminado como deseo y práctica social, la retaguardia intelectual gana en asertividad: el teleadicto, que ve confirmados sus prejuicios. Se podría hablar de un efecto Dunning-Kruger colectivizado: una sedación mental que deja a sectores cada vez más amplios de la población a oscuras sobre lo lejos que está su conocimiento del mundo de los hechos reales.
Este proceso de autoinmunización es similar a la espiral de silencio que Elisabeth Noelle-Neumann identificó en los años setenta y que ahora ha encontrado su continuación mediática en el concepto de burbuja de filtros. Peor aún: como resultado de los efectos de red de los medios sociales, el punto de vista de la arrièregarde, la retaguardia intelectual, está adquiriendo un dominio casi abrumador, mientras que las posiciones minoritarias están siendo marginadas. Acogido inicialmente como una plataforma para la democratización, Internet, alimentado por las cuotas, sólo conduce a un mayor aumento de la presión para conformarse. Esto puede explicar la actual hostilidad hacia los intelectuales y las élites, así como la denuncia de todo lo que no se ajuste a la burbuja de opinión imperante.
Limitarnos solo al borde de nuestro propio plato es más fatal cuanto que se opone diametralmente a las exigencias intelectuales necesarias si queremos vivir el presente como algo más que un simple consumidor. Porque cuando el presente ataca al resto del tiempo, el presente se expande hasta el infinito, el futuro no puede anticiparse ni podemos comprender por qué el presente es como es. Pero allí donde el mundo se convierte en presente, se vuelve ilegible, un milagro que desafía toda comprensión.
Pero todo lo que determina nuestro presente, desde el motor de búsqueda hasta la red social, desde el iPhone hasta el desplazamiento eléctrico a la Tesla, era in statu nascendi un empeño francamente loco, una idea fija que tiene más que ver con la idiosincrasia de una sola persona que con la inteligencia de las masas. Esta es una siniestra verdad que desaparece por completo tras la cuota - como religión para la internacional consumista. Para lanzar al mundo una escultura social de éxito (es decir, una máquina que formatea el comportamiento humano), no son necesarias ni la inteligencia ni la aclamación de la multitud congregada. Más bien al contrario. A diferencia de la era industrial, en la que era esencial ganarse a grandes multitudes, hoy en día un puñado de personas puede construir una arquitectura que determine la vida de millones de personas. Este es precisamente el poder de la fórmula de Boole, ya que permite al individuo escalar a voluntad (x=xn), lo que significa que la idiosincrasia de un individuo puede adquirir una cualidad disruptiva y de cambio de la sociedad.
Esto explica la pregunta que el inversor Peter Thiel (cofundador de PayPal y Palantir) plantea a los presuntos fundadores de empresas: a saber, ¿cuál es la verdad esencial sobre la cual los demás no está de acuerdo? Esta pregunta marca, si se quiere, la otra cara, no mundana, de la moneda de la atención: la que en la fórmula de Boole no representa la visión del mundo de las masas, sino el gran desconocido, el factor humano: x.
Traducción de Jose L. Torres Arevalo
Un comentario de un usuario sobre el vídeo en el canal de YouTube Bibis Beauty Palace: ¡¡10 kg menos con ESTE cinturón ?!! (sic!).
0 x 0 x 0 siempre da como resultado 0; 1 x 1 x 1 siempre da como resultado Si formalizamos esto, obtenemos la fórmula de idempotencia x=xn . Para las manifestaciones de la fórmula de Boole, véase Martin Burckhardt/Dirk Höfer, Alles und Nichts. Un pandemónium de destrucción del mundo digital. Berlín: Matthes & Seitz 2015.
Pierre Klossowki fue el primero en abordar esta cuestión en su obra La Monnaie Vivante , publicada en 1970. Describe esta transición con el ejemplo de una persona que pasa por delante de una casa en la que practica un instrumentista y se detiene ante su interpretación. Cuando el tocadiscos toma el relevo, el tiempo del virtuoso se acaba, la producción del momento aurático pasa a manos de la persona que toca el disco: Dios es un DJ.
El autor de estas líneas, que ha tenido amplias oportunidades de estudiar el funcionamiento interno de las cadenas públicas, se enfrentó a esto muy pronto, a finales de los años 80, cuando se planteaba la "deslocalización" de la radiodifusión - y la parrilla de emisión comenzó a formatearse estrictamente (ninguna contribución de texto superior a 4'30'', etc.).
En este contexto, el caso del periodista de la ZDF Wolfgang Herles, cuyo libro sobre las audiencias, Die Gefallsüchtigen (2015), le convirtió en persona non grata para las emisoras, un ostracismo sólo comparable a la apostasía y la expulsión de una comunidad religiosa.